No es fácil pensar en ti en pasado. No me termino de acostumbrar a hacerlo. Cada vez que te busco en mi vida y me doy cuenta de que ya no estás, no sé cómo afrontar todos esos sentimientos. Tristeza, derrota, frustración, dolor… todo se junta y me golpea fuerte el pecho, allí donde un día te guardé y ahora que te has ido solo queda un vacío que nadie llena. Ni siquiera yo. Y eso que me prometí que no volvería a sufrir así por nadie. Qué iluso fui.
Todavía recuerdo aquella tarde de primavera en que te cruzaste en mi vida. Tú, la luz que iluminaba aquella cafetería y yo, una sombra más que no se atrevía a acercarse a ti. Leías, tan concentrada que pude mirarte impunemente más de lo que debería. O eso creí. Levantaste la mirada de repente, directa hacia mí. La cruzaste con la mía y, en vez de molestarte, una tímida sonrisa de quien no se sabe así de guapa calmó mi pulso lo justo para acercarme a ti.
Meses después de aquello todavía te reías al recordar aquel primer momento. Tropecé con mi propia silla, con la mochila que había dejado atravesada en el suelo, con la silla solitaria que te acompañaba en la mesa y, finalmente, quedé frente a ti. Todos me miraban. Todos sabían lo que allí ocurría. Y todos habían visto la torpeza innata que pronosticaba el desastre.
Tú te reíste de lo absurdo del momento. Pero no de mí. Me miraste fijamente, midiendo mi valentía y mis nervios.
-Hola -sonreíste.
-Disculpa… te vi leyendo y… -debí haber pensado mejor mi estrategia antes de acercarme, pensé- Verás, siento que la vida se ha parado en este instante y que me empuja a hablarte antes de que te vayas. Ni siquiera tienes que decir nada, pero déjame hablar a mí. Nunca había hecho esto antes… pero eres preciosa. Desde que llegaste todo en esta cafetería gira en torno a ti, a tu libro, a tu pelo rebelde que no haces más que ponerte detrás de la oreja, a ese café que todavía quema. Todo giraba, sí, hasta que me miraste. Entonces mi mundo entero se detuvo por ti. Por eso me acerqué. Porque no quería dejar pasar la oportunidad de hablarte por culpa de todos mis miedos. Estoy intentado aprender a ser valiente y, bueno, supongo que lo peor que puede pasar es que me tomes por loco y te vayas.
Tomé aire. Me temblaba hasta el alma, aunque pienso que lo disimulé bastante bien. Tus ojos fijos en los míos, cierto rubor en tus mejillas y unos labios que se mantenían justo en el medio entre una sonrisa y una mueca sorprendida. Entonces te moviste, parpadeaste un par de veces en silencio, asimilando todo lo que acababa de decir.
-¿Te… quieres sentar conmigo? -dijiste al fin-.
Supongo que así empiezan todas las historias. Con unos cuantos segundos de valor que le den forma a un principio algo torpe… aunque valiente, no cabe duda. Bien podías haberte reído de todas las tonterías que solté en menos de 20 segundos. Sin embargo, algo que viste te gustó. Tal vez la parte del valor, tal vez la torpeza anterior. Tal vez el conjunto. No lo sé.
Nunca me lo llegaste a decir tampoco. Supongo que por miedo a que dejara de ser siempre ese chico medio idiota medio valiente que un día reunió el coraje suficiente para intentar brillar un poco más que tu estrella.
Y tal vez lo hice. Tal vez conseguí callar por un segundo todas tus dudas, tal vez ese día tus defensas estaban un poquito más bajas de lo normal. Tal vez la novela que leías, en su punto más emotivo, me ayudó a entrar por una de las ventanas que olvidaste cerrar del todo. No lo sé. Pero no me arrepiento de nada.
Tal vez no duró eternamente y todo estaba condenado a este olvido desde el principio.
Prefiero pensar que no. Ahora tu silencio pesa demasiado como para seguir flotando en el mar de todo lo que un día fuimos. Me faltas como el aire, dueles como las frías agujas que se me clavan en el alma y, sin embargo, sé que todo esto que ahora sufrimos lo tenemos bien merecido los dos.
Ninguno supo cómo salvar aquella relación. No es culpa de nadie, tal vez de todos, tal vez no.
Puede que mañana entendamos al fin dónde estuvo nuestro error. Quizá así aprendamos a amar mejor. Las historias bonitas no siempre tienen finales felices. A veces, la vida nos da señales que no sabemos descifrar. La mochila, la silla, todo lo que trató de frenarme antes de llegar hasta ti.
Todo lo ignoré, igual que tú. Nos enamoramos ese mismo día, pienso yo. De una sonrisa, de una mirada, de un pequeño acto de valor. Y no digo que eso no fuera suficiente para que surgiera el amor, sino que es demasiado poco para mantener vivo todo lo que empezó aquel día. Las rutinas lo matan todo, y nosotros nos acostumbramos a querernos demasiado pronto.
Pasaron los días, los meses. Pasó el amor y no supimos atraparlo en el tiempo. Dejamos que se escurriera entre nuestros dedos al tiempo que los besos perdían poco a poco parte de su furor. Ya no me mordías el labio ni yo te agarraba fuerte la cadera. Ya no terminaban entre las sábanas, o al menos con roces demasiado atrevidos según la situación. Ojalá hubiéramos sido capaces de leer entre líneas, de entender que no era el calor lo que nos separaba en las noches para buscar el frío del otro lado de la cama, sino una pequeña molestia constante que resquebrajaba los cimientos que empezamos a construir en aquella cafetería.
El tiempo todo lo cura, pero también todo lo mata. Es ley de vida que todo lo que queda sin cuidar, se erosiona y se olvida. Y nosotros dejamos de cuidar aquello. Lo abandonamos sin ser del todo conscientes y ahora que no estás lo veo todo claro. Nunca debí dar tu amor por sentado, ni tú el mío. Nunca debí callar lo que me parecía mal, dejar de luchar por algo que realmente merecía la pena.
Rompimos antes de romper. Se notaba en todo lo que hacíamos. Un final adelantado para una historia que nunca debió terminar así.
Solo espero que ahora seas más feliz. Que el dolor que nos hicimos no te impida volver a invitar a sentarse a tu lado al siguiente valiente que se atreva a enfrentarse a tu luz en mitad de cualquier parte. Que te vuelvan a retar con la mirada, con la sonrisa. Que te vuelvan a besar con todo el amor que un día lo hice yo. Te deseo lo mejor, cómo no hacerlo cuando todavía te quiero por mucho que hayamos dicho adiós.
Las vidas que tocamos, los corazones que habitamos, nunca se van del todo. Siempre quedan en la memoria de lo que somos, porque todo lo que vivimos marca el camino que seguimos. Por eso, al mirar atrás y ver el trecho que compartí contigo, sé que no me arrepiento de haberte vivido, solo de no haber sabido hacerlo mejor.
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