Siempre pensé en nosotros como la excepción a aquella regla que dice que lo bueno dura poco, que hay que vivir el momento porque nunca sabes cuándo puede terminar. De hecho, estaba convencido de que el futuro era nuestro y que nada podría romper todo eso que teníamos.
Qué ingenuo fui.
Tal vez, si hubiera sabido todo lo que sé ahora, te habría vivido de una forma diferente. Quizá habría saboreado más tus besos, tu aroma recién levantada o aquella forma tuya de decirme “te quiero” sin falta de ninguna palabra. Puede que no hubiera dado tanto por seguro, que me hubiera esforzado más aún por evitar aquella despedida que todavía hoy pesa en mi garganta presa de todo lo que no fui capaz de decirte.
Demasiados silencios estúpidos haciendo ruido en nuestra historia. Pensaba que era mejor callar cuando alguna tontería me parecía mal. Para qué poner en peligro todo lo bueno por culpa de algo así. Hasta que todo explota, claro, y resulta que ya no hay silencios, que los dos teníamos mucho que decir para ir rompiendo poco a poco todo ese sueño en que parecíamos vivir.
Me cuesta no arrepentirme de muchas cosas. Me torturo pensando en todo lo que pude haber hecho diferente… y sé que no debo. No hicimos nada mal, solo vivir el momento como nos nacía de dentro y ya está. No se puede vivir midiendo cada palabra, cada gesto, cada mirada. Eso no sería vida, mucho menos amor.
Supongo que de los errores se aprende y no sabes cómo lamento haber cometido tantos. Hoy los veo muy claros, pero cuando estabas a mi lado te juro que jamás imaginé estar haciendo nada mal. Supongo que a todos nos pasa. Tropezamos y olvidamos, nos ciega el amor y luego nos mata la rutina. Por eso duele tanto.
El golpe de realidad suele ser proporcional a todo el amor que sentías. Cuanto más enamorado, mayor es la caída. Es difícil saber cuándo estás en una relación sin futuro, más aún cuando te sientes feliz y completo con la otra persona. Son tan pequeñas las señales, que la mayoría ni siquiera se fijan en ellas. Seguimos subiendo, volando, tan alto como nos lo permiten nuestras ganas de amar y ser amados.
A veces, no hay caída y resulta que al fin has encontrado a ese alguien capaz de llenar tus alas con promesas cumplidas. Otras, en cambio, es inevitable volver a tierra.
Y duele.
Tanto que es imposible que no deje alguna que otra cicatriz.
Y ojo, digo “cicatriz” y no “herida”.
Todo se supera y no hay herida alguna que dure eternamente. Ni siquiera la tuya. Son las cicatrices que nos marcan el alma las que definen el coraje que tenemos para levantarnos siempre después de cada caída. Por mucho que cueste, por mucho que duela, volveré a estar bien.
Sin ti.
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