Se deseaban desde el primer día y aún así se mordían las ganas. Y no por el qué dirán, sino porque no sabían cómo asegurar un primer paso que no destruyera lo bonito de todo lo que podrían llegar a tener juntos. Y dolía. Tanto que ya no sabían cómo controlarse.

 
Y se dejaron ir. Desataron las ganas de besarse, de tenerse, de quererse. Rompieron con las dudas y se abrazaron fuerte. Se amaron como nunca y dejaron atrás los miedos de fracaso, las tormentas de verano vestidos de piel desnuda mientras las sábanas blancas ocultaban el juego silencioso de un amor creciente.
 
Y llegaron los truenos que traía la tormenta. Y solo detuvieron la vida para cerrar la ventana. Abierta por otros que nunca entendieron cómo de soltarse las ganas podía haber nacido aquello.
 
La envidia de los que nunca se atrevieron, los que siguen lloviendo lágrimas por conformarse con lo que tienen y no se atreven a nada. Como si fuera más difícil ser feliz que arriesgar, por una vez, y ver qué pasa.
 
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